Días de más ausencia




Cómo se echan de menos los muertos estos días. Son días de la vida, como otro día cualquiera, pero se añora más su presencia en la casa, está más solo el cuarto, más callado el silencio, más vacías las sillas. Están más descuidados los belenes y el río. Se percibe más honda su ausencia de la tierra y no son más que días de invierno y de diciembre, días, al fin y al cabo, de frío y luz ceniza. Pero algo reverdece de pronto en la memoria y surgen los recuerdos como con más frecuencia. Algo emerge del musgo que nos los actualiza.

Parece que apetecen más que nunca su abrazo, sus cuerpos protectores y la sinceridad de su sonrisa. Parece que hacen falta sus manos encendidas en la llama festiva de las velas, entorno a los adornos, sobre el núbil penacho de las piñas. Parece que se apagan interminablemente las noches muy temprano y que hasta las paredes son del mismo grosor que la melancolía. Y sabe a soledad el pan de nuestras cenas. Y se extrañan sus ojos, mirándonos humanos, y hasta el árbol aflige sus alegres bombillas. Y huelen a su ser el vino y las burbujas, la sopa y las tarteras. Desprenden su ternura las frutas escarchadas y la amable textura de las guindas.

No sé por qué sucede esta especie de espina. No sé de dónde surge esta raza de pena. Pero vienen en todo mucho más que otras veces: en las horas que cruzan vestidas con sus ropas, en la nieve que asoma en sus nombres de cima, en los brillos ingenuos de los espumillones, en la infancia que guiña en las estrellas. Vienen hasta nosotros, aunque no estén aquí, porque los precisamos y ellos nos necesitan, porque oyen el llanto de alguna pandereta, porque buscan el fuego y el sagrado calor de la familia.

Bajan desde los villancicos y de la luna llena. Pasan sobre la nieve, con sus capas de humo y sus frágiles huellas hacia la lejanía. Y se escucha su aroma en el inofensivo perfil de los acebos y en el gesto infeliz de las almendras. Cómo se echan de menos los muertos estos días. Son días como otros días, pero mucho más yermos. Tal vez porque nosotros estamos cada año más desiertos, acaso por temor a que ellos nos olviden, sumidos en su paz y en su substancia eterna.

(C) Aurelio González Ovies
La Nueva España, 23 de diciembre 2010
 

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