Galope sin retorno (Nana para Bis)



Pasaron, Anabel,
otros octubres largos como aquéllos
en que tú me pedías que te hiciera
por entre los visillos
el sonido del viento, y más tarde
en mis brazos sentirte refugiada;
que te dijera un poco de lo que era la muerte
y apagara la luz para escuchar a oscuras
la respuesta que nunca me escuchaste
o lo mismo que ahora,
después de tantos años,
te contesto de nuevo:
Yo no sé nada. Por eso
mejor sigo imitando el frío con mis labios
y tú duermes y sueñas
con que te nombran reina del baúl
de la vida
y te tienen los niños en sus cajas de música.
Pero tú te obstinabas
en tus dudas terribles,
esas que nos asaltan desde que somos niños
y que, desprotegidos, en medio de la noche
nos parecen colmillos
feroces como el miedo.
Y entonces me obligabas a mentirte benévolo
y a esconderte las cosas amargas de este mundo
tras alguna palabra que estallara sonora:
la muerte, mi pequeña, es una casa llena
de la luz de la luna
que nos queda muy lejos, pero siempre está cerca;
y con tus manos puestas
sobre mi pecho humano
te adormecías creyendo que yo era un dios que daba
respuestas invencibles a tu inocencia crédula.
Quizá no te engañé, después de todo, tanto como los sueños
que ya te cabalgaban.
Pasaron, Anabel,
y tantos los octubres que pasaron
que yo silbo el invierno casi mejor que el viento.
Acércate a mi cuarto, yo apagaré la luz
y me dirás un poco qué entiendes de la muerte.
 

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