La hora de las gaviotas (y otros poemas): Un libro para las dos orillas



La hora de las gaviotas (y otros poemas)
Aurelio González Ovies
Enlace Editorial
Bogotá, 2016

Un libro para las dos orillas


Esta nueva edición americana de La hora de las gaviotas, del poeta asturiano Aurelio González Ovies  está constituida por el libro que obtuviera  en 1992  el Premio Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez y por una selección de poemas que ha hecho el autor pensando en los jóvenes de Hispanoamérica.

Un nueva hora suena en estas páginas para el lenguaje y la sensibilidad. El amor y la separación, los seres entrañables, la sencillez de las cosas de todos los días, el mar y las gaviotas se nos develan como recién surgidos del sueño de un joven. Un ser humano que aprende a sentir y a dolerse, a valorar la fugacidad de la belleza, a aquilatar la fuerza avasalladora del amor y a deletrear la soledad.
En La hora de las gaviotas todos podemos sentirnos jóvenes de nuevo, enamorados y ausentes, abandonados y solos pero...

hay luna y estrellas
y la noche está quieta como un árbol.

Nos duele la ausencia, nos traspasa el recuerdo, pero ahí está el mundo con su belleza y su ser pleno, su infatigable promesa de reencuentro:

Volverás en verano
y encalaremos juntos la fachada del tiempo.
Aquí todo envejece a ritmo campesino
y te echamos de menos cuando tus rosas
revientan como un tiro de sangre.

El ritmo de La hora de las gaviotas nos devuelve, a nosotros, seres desencajados de la naturaleza, a la pulsación de los orígenes, al parpadeo de las estrellas y a la vivencia del alba. Devuelve un mundo que ha sido amortiguado bajo el asfalto, que ha sido oscurecido a golpe de luces artificiales. Restituye un sentir hondo que ha sido amordazado y diluido en la vacuidad de las relaciones y convenciones de pantalla. 

En La hora de las gaviotas, todo está encendido: el tiempo, la luna, el amor y la muerte. El Hombre. Todo está por entero: la noche y sus estrellas y el adiós definitivo de los que se han querido y tienen que separarse. Y de los versos desciende, majestuoso, el recuerdo y al paso de las palabras el alma, que es la que está leyendo estos poemas, comprende que está asomada al infinito y se asombra y enmudece ante tanta grandeza que es también su origen y a la que está en principio destinada.

En lo personal, pienso que nadie debería perderse la felicidad inmensa de leer la poesía de Aurelio González Ovies. De tener la oportunidad de convertirse a ella, a la humanidad que es y que propone. Y que es una fortuna que La hora de las gaviotas haya sido reeditada en Colombia. Que sea posible adquirir el libro, tenerlo en las manos, perderse en sus versos para encontrarse renacido y humano. Que toda esa Luz y ese sabor marino del Cabo Peñas y el Mar Cantábrico, que toda esa Verdad en la que no ha cesado de vivir, creer y crear el poeta asturiano sea también y para siempre parte de nosotros. 
María García Esperón



¿Áu voi?



¿Áu voi? ¿Qué busco? ¿Por qué
escapo tantes veces d'onde toi,
d'equí, onde fui,
a tranques y barranques, dando dalgún
pasu en firme,
tanteando ser curtiamente
feliz?
¿Qué pretendo alcontrar
que desde equí nun tope?
¿Qué imaxino tocar que les mios manes
nun puean algamar dende
mi?
¿A qué suaño abrazame que nunca
se m'escurra?
¿A ónde me dirixo? ¿Qué más hai
que l'amor,
esi dalguién qu'aguarda
cola lluz encendío
colos llabios en flor
colos güeyos en vela?

¿Qué más? Yo sé que nada
esiste
-los años me lo dicen-
fuera de ti y de mí.

Todo presente



¿Qué sabíamos nosotros del dolor y la angustia? Era todo presente. A lo largo y lo ancho de la tierra. Presente sin después ni antes ni otros lapsos. Presente vasto y limpio, como el agua que baja de la nieve, como un cielo después de la tormenta. Presente agigantado. ¿Qué podía velarnos la incipiente alegría? Amanecía la vida con esas simples cosas que dan forma a la vida: la voz del pan, el perro que madruga, el eco sobre el yunque que cabruñaba el día, el canto de algún mirlo, el rebuzno del burro, la roldana oxidada que sujeta un caldero, el olor del ganado.

Las mañanas venían envueltas en neblina, pero el sol despuntaba bien temprano y entraba por los árboles como un sable de plata y humeaba el paisaje y había telarañas que brillaban, mojadas, entre las ramas verdes de los manzanos. ¿Fue verdadera aquella estancia pura? ¿Eran sus horas de tiempo más inmóvil? ¿Duraban sus instantes lo que abarcan los años? ¿Y qué tiempo era aquel con tanta dimensión?¿Cuánto existió su breve eternidad? ¿Desde dónde hasta cuándo? ¿Qué fulgor irradiaba la anchura de aquel orbe? ¿Por qué deja la luz de ser la luz que fue? ¿Y quién restaura la luz que se apagó para que, en la memoria, siga alumbrando?

Todo presente. Moisés, Marivi, Yolanda, Satur, Gloria, Ras, Monchi, el Nene, Pablo. Olvido, Pepe. Bañugues, Luanco. Allí empezaba el universo. Y allí acababa, junto a esos nombres, justo a la vera de su pasado. Entre las casas que suponían el mundo entero, entre sus huéspedes, José Ángel, Carras, Blanca, Ramón, Charo, Belarmo. Pero los nombres, ¿qué son los nombres? ¿Qué llevan dentro? ¿Tienen guitarras o cascabeles? ¿Fondo de mar? ¿Por qué persiste tanto su cántico? ¿Son caracolas? ¿Por qué se escucha en su interior todo lo nuestro, a veces, nombrándolos?

Fe doy de que habité tardes enteras por los más bellos linderos del verano. Tardes llenas de hombres y mujeres, con sombreros de paja y cestos con merienda, que trabajaban siempre y siempre era cantando, ya fuera entre la hierba, o bajo la fatiga, o tras la fría guerra o encima de los carros. Tardes que percibí como una dulce herida que iba a permanecer en mí con sangre fresca. Tardes de maizales con brisa leve que abanicaba sus tiernos brazos. Fe doy de que fue así, mas se me escapan señas y derroteros y fechas ciertas. No podría volver, ni siquiera afirmar dónde situarlo. Difícil retornar ni a un mismo sueño. Imposible pensar hacia quién dirigirme. Me faltan leguas. Me sobran pasos.

(La Nueva España, 17-08-2016)

Agua de prúa




Yá sentí munches veces
esti momentu ampliu. De repente,
a pesar d'esti dolor tan grande,
los nomes que me falten, otres
ausencies y d'algo d'amarguxu
na vida,
alcuéntrome feliz. Un sentimientu
ralu
como d'agua de prúa
esnídiaseme y cálame.

(C) Aurelio González Ovies
A imaxe del silenciu

Escena de casa



Ye au'anque nada puea
detenese,
fui tan feliz que yá ye suficiente. Baxo'l
escurecer, equí, recuerdo
agora
la vida madurando
como un frutu brillante. Les andarines fieles
xirando hasta la cuadra y el golor
de la yerba. -Mio ma yera tan moza...-

Esistió too en mi. El cariño y la infancia
como un pan abondante,
los rayos del branu entrando
hasta la siesta. El nome de los páxaros,
el so cantar. Lluciérnagues
col silenciu prendíu so les nueches tan llargues.

Too fue tan de verdá que ye bastante.
Más p'allá, los palos de la lluz,
los maizales y el mundo terminábase.

(C) Aurelio González Ovies
A imaxe del silenciu

Tarde d'agostu




Pal Lulillo. Siempre.

Tarde d'agostu.
Del cinamomu baxa
dulzor de vida.

Ropa tendío.
Quién fuera asina blancu
col nordés dientro.

Campanes y ecu.
Atardezme la vida
sobre la muerte.

Vuelen los gansos.
Les sos ales sol agua
llueven belleza.

Malva montesa.
Caltiéneste tan blanda.
Yo ya vencíu.

Ríu que baxes,
faime corriente tuya.
Arratro nada.

Sele esperanza:
la espinera revienta
cuando quier ella.

Xetu del lliriu.
Si l'home, per un día,
fuere tan íntegru...

Les andolines.
Oxalá siempre vuelvan
per marzu a Bécquer.

Vuelen y vuelvan,
aunque seyan yá otres
y tea yo ausente.

(C) Aurelio González Ovies

Vengo del Norte XX en Teotihuacan



(C) Aurelio González Ovies

XX

Aunque bajo la tierra
mi amante cuerpo esté,
escríbeme a la tierra
Miguel Hernández

ALGÚN día se posarán los pájaros a cantar
en tus brazos,
a descubrir que somos los náufragos del tiempo,
los herederos de una canción de amor
que se escuchaba en las brumas del norte.

Esta es la última primavera que estaremos juntos,
ésta es la última parada que precede al recuerdo,
éste es el tren que sale de la vida
a cada siempre en punto,
ésta es la noche que nos queda para romper en hijos.

Te irás y yo me iré,
pero te llevaré, te llevaré conmigo,
te enterraré conmigo a la sombra de un roble
milenario
y allí tendrás pastores que cuiden tus cenizas
y verás la oquedad montañas
y te despertarán los gallos de los dioses.
Todos los lenguajes quedarán sin tu nombre
y entonces las palabras brotarán en los prados
y arrancarán tus sílabas deshojando te quieros.
Hay alguien en el viento que recoge tu semen
y lo esparce a lo lejos. Hay alguien
que prohíbe tu mortal hermosura.

Te irás como una hora de labranza
dejando surcos llenos y un retorno.
Te irás como un camino hacia las estaciones.

Has sido tantas cosas que quedarán vacíos los sonidos
y morirán los números.
Pero estarás conmigo,
te encontraré un paisaje donde tus ojos crean
que la muerte es la vida en otra parte
con el mismo manzano, la misma casa al norte,
los mismos rostros gratos y el mismo perro.

Algún día los ríos terminarán enteros en tu boca
y molerás de nuevo esa nostalgia que madura en agosto
entorno a los maíces y a las romerías.
Tendrás jóvenes llenos de salud
que adorarán el árbol y encenderán sus fuerzas
en las paganas noches de solsticio.
Tendrás enamorados
y bueyes que carreten su ajuar a otro destino
y bosques silenciosos
y casas encaladas con sus cuadras, su estiércol
y su niño comiendo el primer bocadillo.

Te llevaré conmigo
a una lluvia que caiga sin rozar los balcones
a que se asoma el tiempo
para decir el nombre del que ha sido elegido;
a una noche estrellada
donde sobren los faros y te vean los barcos
desde la lontananza.

Esta es la última vez que te veo llorar
sobre la historia.

Vengo del Norte VIII en Teotihuacan


Vengo del Norte VIII
(C) Aurelio González Ovies

YO no sabía que aquí mirabais el mundo
con los ojos cerrados,
que amabais las cosas con tanto desenfreno,
no sabía nada de vosotros ni de este continente
al que llegamos siguiendo el curso del olvido.

Vengo del Norte,
de los acantilados de un destierro,
de los muelles que esperan la ternura,
de las mareas del último suspiro.
Ella quiere pediros una estrella fugaz para amarrarse
el pelo;
está cansada y ha venido mirando atrás
como los que no vuelven.
Mañana se verá en las aguas y quedará preñada
de las profundidades; mañana, siempre mañana
como hacen las promesas.

Vengo del Norte,
de la edad retorcida de las viñas,
de los poblados rústicos del vértigo,
del alarido febril del urogallo.
Desde ahora poseeréis el delirio de arcilla
que retumba en el vientre de la cerámica,
poseeréis la fuga de las olas, el verbo de la espuma.
Desde ahora beberéis el jugo del pomelo
y plegaréis la simetría del alma en los moluscos
y llevaréis sombreros como los que vendimian
las llanuras del alma.

Yo no sabía que aquí entendíais la prisa de los ríos
y cruzabais la historia en balsas de corteza.
No sabía nada ni de vuestros frutales afrodisíacos
ni de vuestras mujeres migratorias.

Vengo del Norte,
de donde lloran las abuelas cuando suenan las gaitas,
de las escapatorias de los topos,
de las minas saladas de las lágrimas,
de la beatitud que fermenta en los hórreos.
Soy prisionero del salitre. ¿Por qué no preguntáis
cuántos naufragios tengo?
Puedo responderos con una nube.

Ella viene conmigo y en los días bisiestos
la amaré con dos bocas.
Ella es la amada que vieron los pescadores en las afueras
de la niebla.
Ella es la heredera de los faros,
la última gitana de la estirpe del llanto.


Mientras yo siga conmigo



Mi casa será la mía mientras yo siga conmigo, tenía un alto saúco que lindaba con el faro y predecía la borrasca y daba bayas sabrosas y en él se posaban pegas y veranos y noticias y el naranja del raitán. Y un prado muy inclinado con eucaliptos al fondo, donde conocí los grillos y la espadaña, el lagarto, el llantén y las ortigas y la ropa echada al verde, oliendo a luz y a verdad. Y sanjuanes que brotaban donde yo jugué de niño, en una senda de barro que luego fue carretera, sin baches y con asfalto, adonde un día llegó el agua y hasta la electricidad.

Mi casa será mi casa, aquella humilde parcela con un viejo lavadero y una tabla en que mi madre jamás se quejó de frío entre frotar y aclarar. Con balcones y geranios, plantados en latas, tiestos, al pie de aquella fachada que por agosto, a primeros, siempre había que encalar. Y grandes matas de hortensias que azuleaban –decían– por la tierra rica en hierro, teñida de mineral. Y unas dalias que bordeaban la huerta que nos brindaba cebollas, berzas, repollos, patatas y zanahorias y todo lo que otra gente adquiría en la ciudad. Y una higuera, unos manzanos y un columpio, entre su sombra, de cuerda y tabla que habíamos recogido de la mar. No tuve reloj de cuco, ni tenedores de plata, pero sí una infancia inmensa que duró una eternidad.

Y detrás, un gallinero donde tirábamos mondas y todo lo que sobraba, que no solía sobrar, y maderos apilados y un picadero de leña con el hacha en él clavado y un carretillo muy lento que chirriaba al rodar. Y estacas donde tender con la bolsa de las pinzas y un barreño siempre lleno de mudas, sábanas, colchas y fundas de trabajar. Y un chamizo con conejos y aperos y algunos trastos que iban dejando de usarse y se apilaban pensando que un día, seguramente, se podrían necesitar.

Nunca cerraba sus puertas, ni de día ni de noche, y jamás dejó de estar abierta al que se acercara. Había leche y había pan. Y olía a diario a cocido, desde bien temprano ya. Luego hicimos otra casa, más grande y cómoda y alta, pero en nada parecida a nuestra casa natal. Y en ella, para ellos era, fueron muriendo los seres que apenas tuvieron tiempo de disfrutarla unos años, tan solo sus años buenos, tan solo unos años más.

(C) Aurelio González Ovies
 

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